¿La realidad supera a la ficción?

¿La realidad supera a la ficción?

Recientemente he terminado de ver una serie en Netflix que, haciendo honor a su nombre, me ha tenido atrapada desde el primer capítulo: «Trapped» (Atrapados). Esta serie islandesa, ambientada en un pueblo del norte del país, enclavado en medio de un paisaje desolador, cuenta una historia policíaca bastante negra y turbia y la adereza con la sensación de ahogo que produce la meteorología de la zona.

Todo empieza cuando es encontrado un cuerpo descuartizado en la playa (en realidad, sólo el tronco) y nadie tiene idea de quién es la víctima ni de quién ha podido cometer el crimen. El hallazgo coincide con el atraque de un ferry que procede de Dinamarca lleno de forasteros, y con una horrorosa ventisca de nieve que corta todas las comunicaciones.

Yo soy muy happy flower y me van más las historias bonitas y feel good, pero a veces el cuerpo me pide un thriller o una buena dosis de novela negra. Y en este género, los nórdicos son los reyes.

Pero no nos engañemos: la ambientación ayuda mucho. Cualquier horror que te cuenten en medio de tan inhóspito lugar, con un tiempo de mil demonios, un cielo plomizo y apenas cuatro horas de luz solar suena considerablemente más negro de lo que sonaría en la soleada Andalucía, con miles de terrazas llenas de gente alegre y bulliciosa tapeando.

Lo curioso es que los nórdicos están obsesionados con este género literario. De hecho, la mencionada serie está basada en una novela de un autor islandés. Quizá se trate de una trilogía (tan de moda), porque tiene segunda y tercera temporada. En cualquier caso, toda la literatura que viene de ahí arriba tiene esos tintes siniestros. Eso me llevó a pensar que el ambiente cotidiano en cualquiera de estos países tiene que ser irrespirable. Creí que, si hacíamos caso a lo que aprendemos de las historias que ellos mismos nos cuentan, todo el mundo tiene una doble cara y una vida secreta de lo más inquietante.

Vale, vale, lo sé. La ficción no tiene por qué ser fiel a la realidad, pero claro, cuando ves que las novelas están ambientadas en localidades existentes, y que absolutamente todo lo que escriben sobre ellas es siniestro y oscuro, pues inevitablemente piensas que algo de verdad hay ahí.

La sorpresa vino cuando, informándome sobre Islandia, leí que es uno de los países más seguros de Europa y con una tasa de criminalidad más baja. Tanto es así que la policía local no va armada. Qué queréis que os diga, mi mente entró en cortocircuito. ¿Cómo es posible que nos estén exportando una imagen tan terrible de su país si no corresponde ni de lejos a la realidad? Para rematar la faena, yo, que soy una seguidora fiel de Eurovisión (me encanta ver lo diversos que somos en Europa) he visto cómo año tras año, la canción que representa a Islandia es tan oscura y siniestra como lo que se deduce de los libros.

Pero, pero… ¿entonces?

Mi interés en el asunto viene del hecho de que yo he escrito dos novelas ambientadas en dos lugares reales que conozco bien. Podría haber inventado una ciudad, pero me hacía ilusión compartir con los lectores las bondades de ambos enclaves. Pero confieso que me sentí algo constreñida a la hora de narrar hechos desagradables. Sentí el peso de la responsabilidad sobre mis hombros: ¿Cómo voy a contribuir a dar una imagen negativa de un lugar al que tanto aprecio? ¿Cómo voy a estropear el concepto que los demás podrían tener de él? ¿Cómo voy a crear una leyenda urbana que perjudique a una comunidad de personas reales? Uff, no podría.

Por eso me sorprende tanto que los nórdicos, y los islandeses para ser más exactos, hayan pasado olímpicamente de esos remilgos. Teniendo en cuenta que se está hablando de una población real, inventar hechos tan terribles puede afectar y mucho a la idea que los espectadores ajenos a ella se hagan del lugar. De hecho, así es. Hasta el punto de que yo no estoy muy segura de quién nos está contando la verdad.

Yo creo que si a mí se me ocurriera embarrar de ese modo el lugar en el que vivo con hechos inventados, mis vecinos me lincharían. Me sorprende que los nórdicos acepten de tan buen grado que una y otra vez se muestre una imagen tan turbia de su tierra. Y eso me lleva nuevamente a pensar que algo de verdad tiene que haber. O quizá todos son tan aficionados a la novela negra negrísima que disfrutan con ello aun si todo es ficción. Pero si todos disfrutan tanto, ¿no habrá algo de cierto en la idea de que sus habitantes tienen un lado muy oscuro?

En fin, esto es como dilucidar si fue primero la gallina o el huevo.

Lo interesante del asunto es que existe la creencia general de que la literatura refleja la identidad de una época y lugar determinados, pero a juzgar por lo visto en este caso concreto, no tiene por qué ser así, y quizá la literatura sólo refleja el gusto de la gente de una época y lugar determinados.

Por tanto, podemos deducir que los escritores se limitan a plasmar su propio gusto, y, más que escribir sobre la realidad, escriben sobre su particular visión de ella, que en unos casos da como resultado una imagen edulcorada e idílica y, en otros, un abismo de negrura y depravación. Como diría mi madre: «ni tanto ni tan calvo».

A partir de ahora, tendré que coger con pinzas lo que crea aprender de la ambientación de mis lecturas. Ni la Inglaterra de Jane Austen fue tan glamurosa y chispeante, ni la de Charles Dickens tan miserable, o quizá sólo son dos caras de la misma novela y una visión muy parcial de la misma realidad.

De todos modos, quiero seguir imaginando los pueblecitos de Italia como remansos de paz y buena armonía en medio del caos, las ciudades francesas como estandartes de la elegancia y la buena vida, los pueblos del Tirol como enclaves de cuento, o la Inglaterra del siglo XIX como el lugar y época más inspiradores de la literatura universal.

Al final, leer es soñar.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *