Un empujoncito

Un empujoncito

Elegir la escritura como profesión, aunque sea a nivel aspiracional, requiere una dosis extra de motivación. Es duro.

No se me ocurre ningún otro camino profesional que esté plagado de más dudas e inseguridades que éste. Bueno, quizá ser actor o actriz, o modelo, o pintor o querer dedicarse a cualquier oficio con un fuerte componente artístico.

Pero el de escritora es un camino en el que tú misma te saboteas. Para empezar, es lento, muuuuuy lento. Necesitas tener mucha fe en que alcanzarás la meta para no abandonar. Y con la meta no me refiero a que te llegue el éxito o lo que entendemos por él, me refiero al convencimiento de que serás capaz de terminar una novela de la que no te avergüences demasiado. Una novela cuya calidad sea suficiente como para alentarte a mostrarla a los lectores.

Para continuar, y cuando ves cuál es exactamente la realidad de esta profesión, necesitas aún más fe para emprender el proyecto de escribir la segunda. Ya conoces el proceso, ya sabes que cumplir el primer paso no es garantía de nada y ya tienes claro que habrán de pasar muchos años (salvo que tengas una suerte bárbara o escribas algo realmente bueno que llegue a un lector cualificado que decida echarte un cable por puro altruismo) para que esa segunda novela dé su fruto. Y después de esa segunda novela, una tercera, una cuarta y las que tengan que venir.

Una vez leí a un autor que decía que a él le habían dicho que serían necesarias seis novelas malas antes de escribir la buena. Es posible, no lo sé. Aunque yo puntualizaría esa afirmación diciendo «hasta escribir la que de verdad le llegue a una gran masa de lectores», o la que te otorgue el título indiscutible de escritor o escritora profesional, aunque sigas muriéndote de hambre con ello.

La verdad es que no sé si yo tendría paciencia para escribir seis novelas malas. Para empezar, si yo misma creyera que son realmente malas, me retiraría antes, supongo. Y no digo que una deba pensar que ha escrito algo soberbio, o sencillamente bueno, pero sí que creo que necesitas el convencimiento de que has escrito algo decente que no hará que tus padres nieguen en público el parentesco que os une.

Pero volviendo a lo que decía: cuando empiezas en esto, siempre te fijas en las grandes historias de éxito y crees que una novela se va a extender como la pólvora, que te leerá alguien de una gran editorial y que llamarán a tu puerta para ofrecerte un contrato de por vida. A todos nos gusta soñar con cuentos de hadas. Pero cuando ya llevas un tiempo prudencial, te das cuenta de que eso no es así, de que la norma es que un escritor venda poco. Sí, hablo de vender y no me avergüenzo. Si un escritor no vende, no puede mantenerse y no puede seguir escribiendo, así que aparte de querer que te lean, lo legítimo es querer que te compren. Pero, como digo, lo normal es que vendas poco y que no pases de ser una gota en el mar durante mucho tiempo, hasta que un día, al menos consigas una masa estable de lectores suficientes para poder ganarte un sueldecito decente y poder dedicarte a escribir de forma exclusiva.

Esa realidad, que todos sabemos y que asumimos, no deja de ser dura por muy sabida que sea. Y se traduce en un pensamiento saboteador que te ataca casi todos los días. Y todos esos días, te planteas mil cosas más que podrías hacer para lograr la ansiada estabilidad. Cosas más realistas, más razonables, cosas que puedes decir en público sin sonrojarte, porque son profesiones «normales». Pero como dice mi madre, la cabra siempre tira al monte, y tu naturaleza es la que es. Y una vez que hayas metido el pie tímidamente en las aguas de la escritura, te resultará muy difícil pensar en otra cosa, poner tu foco en otra profesión, dejar atrás tus sueños para siempre.

Este proceso lleno de altibajos emocionales lo vivo yo casi cada semana. Mi día a día es una continua lucha por aterrizar de las nubes en las que tiendo a moverme y hacer lo que hace la gente normal. Y no será porque no he dedicado años a formarme en todas las opciones profesionales que se me han ido ocurriendo en los valiosos momentos en que he tocado tierra. Pero nada. Irremediablemente, pasado un tiempo, vuelvo a llenarme de helio y subo a mi hábitat natural.

Y así no se puede, oiga. Así no hay forma de planificar una vida. No hay manera.

Hoy me siento de nuevo en proceso de subida, y estoy tentada de dejar de luchar contra mi naturaleza y abandonarme en los brazos de mi sueño dorado.

Pero necesito un empujoncito.

Necesito un refuerzo mental que me permita abrazar esta profesión como una opción seria de vida. Con todas sus dificultades, de las que soy plenamente consciente, pero con la certeza, ya aprendida, de que si no pongo en ella todos mis esfuerzos, nunca podré salir de este círculo vicioso.

Necesito liberar la mente de todos aquellos otros caminos que no dejo de plantearme y que han demostrado ser un lastre en mi vida. De todas aquellas tentaciones que me susurran al oído que la vida sería más fácil si me rindiera de una vez y me llenara los bolsillos de piedras para no volver a subir; si eligiera un camino más convencional, que no más fácil, porque no hay nada fácil cuando no puedes poner el corazón en ello.

En fin, me he levantado profunda. Ahora es cuando me entran las dudas sobre si debería publicar esto o no. El maldito pudor. Pero los cobardes nunca logran lo que se proponen, así que… ea, será mejor que pulse el botoncito de publicar.

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